Aún cuando apenas nos encontramos transitando el primer cuatrimestre de este 2020, ya podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que este año será recordado como el año de la pandemia del Coronavirus conocido como Covid-19, comienza expresando el duro comunicado de Confederaciones Rurales Argentinas (CRA).
Un año en que se ponen a prueba fortalezas y debilidades de los diferentes sistemas políticos de todos los países del mundo, sus realidades económicas y la sustentabilidad de su entramado social.
No son pocos los pensadores y analistas que consideran que nos enfrentamos a uno de esos momentos bisagra de la historia que marcan el final de una era y el consecuente comienzo de un nuevo tiempo que, sostienen, se caracterizará por un palpable debilitamiento de la globalización y el resurgimiento de peligrosas aventuras de populismos nacionalistas.
Este momento, tal vez fundacional, vuelve a encontrar a la Argentina sumida en una crisis profunda, económica y social, cuyo pronóstico de evolución se percibe agravado como consecuencia no sólo del necesario aislamiento sanitario preventivo que se impone a toda la población, sino también por la existencia de persistentes desencuentros ideológicos que dificultan sobremanera la unificación de criterios que faciliten la generación de consensos básicos e imprescindibles para el diseño de políticas de reconstrucción para el día después.
Así, el reclamo de empresarios que desempeñan actividades productivas generadoras de divisas y de puestos de trabajo, respecto de la urgente necesidad de comenzar a transitar un camino de reducción de una presión impositiva que ya antes de la pandemia implicaba un asedio fiscal insostenible, choca de frente con la pretendida creación de un nuevo impuesto de emergencia y por única vez (como tantos otros que existen desde hace años y bajo la misma premisa inicial) que algunos sectores del Gobierno propician y tratan de justificar bajo el manto de la necesidad de ayuda solidaria al mejor estilo Robin Hood: Continuar asfixiando a quien produce para repartir a los sectores más carenciados.
Esta postura surge a contramano de incontables estímulos económicos que otros países están diseñando para sostener a sus empresarios, y sus propulsores parecen no comprender que el aparato productivo agropecuario argentino puede volver a erigirse como el pilar fundamental que el país necesita para superar esta crisis.
Los productores argentinos de alimentos pueden otra vez afrontar el gigantesco desafío en procura de un nuevo salto productivo imprescindible en las circunstancias que se avecinan, pero para ello se requiere un mínimo de condiciones de previsibilidad y un contexto económico amigable que lo potencien. Claramente, para pensar en repartir, primero debemos ser capaces de producir. Aún a riesgo de parecer oportunistas, no se puede dejar de marcar que el camino de recuperación económica post crisis no se cimenta sobre más impuestos sino sobre una mayor y mejor producción que posibilite la asistencia social.
Como nunca antes, la dirigencia política argentina tiene la oportunidad de evitar la recurrente costumbre de perseguir, oprimir y castigar al buen empresario, aquel que arriesga, invierte y produce sin prebendas ni subsidios, y así ayudar a dejar atrás un modelo de país que sólo parece premiar al delincuente.
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